Este artigo também está disponível em português.
Este artículo fue escrito por Nelly Luna Amancia, y publicado en el blog de Ojo Publico. Este artículo fue editado mínimamente por claridad y longitud.
En los próximos meses, estaremos trabajando junto con aliados regionales en América Latina, como Ciudadano Inteligente, Ojo Público, TEDIC y FLIP, para desarrollar estrategias transfronterizas alrededor de desafíos de transparencia y rendición de cuentas en la región, reuniendo a actores en estos temas en un evento en Río de Janeiro en noviembre del 2017. Nos concentraremos en cuatro temas principales: la libertad de prensa, la impunidad, la seguridad organizacional y la influencia del sector privado en la política. Esta semana, nuestros aliados regionales compartirán sus respectivos pensamientos sobre los cuatro temas en esta serie.
En el periodismo aprendemos temprano que el Estado con frecuencia es lento, pesado y corrupto. Son frecuentes las historias de jueces que cobran dinero por fallos benignos o por acelerar la resolución de expedientes, parlamentarios con empleados fantasma, policías sobornados en las calles para no imponer multas de tránsito, funcionarios públicos con sospechosos incrementos de su patrimonio, alcaldes denunciados por beneficiar a sus familiares en proyectos de infraestructura. Desde los periodistas de investigación más jóvenes hasta las organizaciones de la sociedad civil, los esfuerzos de fiscalización y rendición de cuentas se han concentrado en vigilar y transparentar la función pública y el papel del Estado. ¿Pero qué ocurre con el sector privado?
Durante las últimas décadas, la mayoría de países de América Latina tuvo un ritmo de crecimiento económico constante asociado en parte al incremento de inversiones del sector privado. Los gobiernos abrieron sus mercados, se privatizaron servicios públicos y se otorgaron beneficios comerciales bajo la promesa del desarrollo, la generación de empleo y la reducción de la pobreza. Borrachos de entusiasmo los Estados renegaron de su papel regulador y condenaron el rol “paternalista”. Y claro, las inversiones privadas se consolidaron, pero no al mismo tiempo las capacidades de fiscalización de los organismos de control. El resultado: casos identificados de corrupción corporativa y malas prácticas, pero débiles e incapaces instrumentos de sanción desde el Estado.
El reciente estudio publicado por Transparencia Internacional esta semana señala que tres cuartas partes o más de los encuestados en Brasil, Perú, Chile y Venezuela cree que la corrupción aumentó (entre el 78% y el 87%), Y más de la mitad respondió que su gobierno mantiene un mal desempeño en la lucha contra la corrupción (53%).
El 45% de los empresarios del sector transportes y el 30% de los del sector energía y minerales sostuvo en un estudio que las medidas anticorrupción no son prioritarios para sus CEO.
Las recientes investigaciones del caso Lava Jato revelan cómo las constructoras brasileñas operaron como una organización criminal dedicada al pago de sobornos para obtener proyectos de infraestructura pública en doce países de la región. El esquema financiero que, por ejemplo, diseñó Odebrecht (para el que creó el departamento de Operaciones Estructuradas) le permitió pagar millones de dólares ahora investigados a presidentes, funcionarios públicos de alto nivel y candidatos a la presidencia. Para este fin, la constructora utilizó compañías offshore en diferentes paraísos fiscales. ¿Cuántas otras empresas que no estamos investigando desarrollaron también un esquema de sobornos similar? ¿O es que acaso las brasileñas fueron las únicas?
El caso Lava Jato explotó el 2014, pero ya desde años antes varias investigaciones periodísticas en Brasil advirtieron las irregularidades en las operaciones de Odebrecht y su influencia con el pago de viajes a políticos y expresidentes. Los controles del Estado no advirtieron en ese momento el complejo esquema de corrupción que se había instalado.
Hace unos años, Tony Judt, describió con absoluta claridad en “Algo va mal” (2010) el imaginario en torno a ambos poderes. “Gran parte de lo que hoy nos parece ‘natural’ data de la década de 1980: la obsesión por la creación de la riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre pobres y ricos. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito”. El caso Lava Jato nos demuestra que en estos tiempos es imposible analizar el poder político sin entender el papel del poder corporativo.
Fiscalizar el poder corporativo no es solo un asunto de delitos económicos: nos ayuda a entender la concentración de ingresos y la desigualdad.
Un estudio de la firma de abogados Hogan Lovells publicado este año concluye que en muchos casos las empresas están más concentradas en crecer que en implementar medidas para evitar el pago de sobornos y el lavado de activos. El 45% de los empresarios del sector transportes y el 30% de los del sector energía y minerales, que fueron entrevistados para ese estudio, respondieron que estos temas no eran prioritarios para sus CEO.
La influencia del sector privado en el Estado no se da solo a través del pago de sobornos o el ofrecimiento de otro tipo de prebendas. Cada vez son más frecuentes las puertas giratorias. Exministros o funcionarios de alto nivel que luego son nombrados representantes del gremio de empresarios a los que antes tenían por función fiscalizar. Fiscalizar el poder corporativo no es solo un asunto de delitos económicos nos ayuda a entender la concentración de los ingresos y la desigualdad.
Hoy América Latina es la región más desigual del planeta: aquí conviven los hombres más ricos del mundo y las poblaciones más pobres. En Colombia, al sector de la población con menores ingresos le tomaría trabajar más de 400 años para alcanzar el ingreso promedio de un multimillonario en este país. En Brasil, un multimillonario obtiene en solo 12 minutos lo que obtiene en promedio el grupo de la población más pobre. El 10% de la población más rica en América Latina concentra el 71% de la riqueza.
Investigar la corrupción corporativa, los conflictos de interés y las puertas giratorias es más complejo que auscultar al Estado porque la información del sector privado es cerrada y responde con frecuencia a complejas estructuras financieras protegidas por tantas capas como los de una cebolla. Fiscalizarla requiere de parte del periodismo innovadoras estrategias de investigación transfronteriza. Hay esfuerzos que ya están en marcha en la región, pero hay que hacer más.
A promessa quebrada do setor privado
Este artigo foi publicado no blog de Ojo Público, e foi escrito por Nelly Luna Amancia.
Restam poucos dias para o nosso evento ‘Enfoques transfronteiriços para os desafios de transparência e rendição de contas na América Latina’, no qual estamos colaborando com The Engine Room, Ciudadano Inteligente, TEDIC e FLIP, entre outros. Enquanto esperas, podes ler nossa reflexão sobre estes temas.
É impossível fiscalizar e entender a política destes dias sem levar em conta o poder corporativo e sua enorme influencia nas decisões do Estado.
No jornalismo aprendemos cedo que o Estado com frequência é lento, pesado e corrupto. São frequentes as histórias de juízes que cobram dinheiro por uma sentença favorável ou por acelerar a resolução de expedientes, parlamentares com empregados fantasmas, policiais subornados nas ruas para não dar multas de trânsito, funcionários públicos com incremento de patrimônio suspeito, Prefeitos denunciados por beneficiar seus familiares em projetos de infraestrutura. Desde os jornalistas de investigação mais jovens até as organizações da sociedade civil, os esforços de fiscalização e rendição de contas sempre se concentraram em vigiar e tornar transparente a função pública e o papel do Estado. Mas o que acontece no setor privado?
Durante as últimas décadas, a maioria dos países da América Latina teve um ritmo de crescimento econômico constante associado em parte ao incremento das inversões do setor privado. Os governos abriram seus mercados, privatizaram serviços públicos e outorgaram benefícios comerciais sob a promessa de desenvolvimento, a geração de emprego e a redução da pobreza. Embriagados de entusiasmo os Estados renegaram o seu papel regulador e condenaram o rol “paternalista”. E claro, as inversões privadas se consolidaram, mas não ao mesmo tempo a capacidade de fiscalização dos organismos de controle. O resultado: casos identificados de corrupção corporativa e mala praxis.
As recentes investigações do caso Lava Jato revelam como as construtoras brasileiras operaram como uma organização criminosa dedicada ao pagamento de subornos para obter projetos de infraestrutura pública em doze países da região. O esquema financeiro que, por exemplo, desenhou Odebrecht (que para isto idealizou o Departamento de Operações Estruturadas) lhe permitiu pagar milhões de dólares agora investigados a presidentes, funcionários públicos de alto nível e candidatos à presidência. Para este fim, a construtora utilizou companhias offshore em diferentes paraísos fiscais. Quantas outras empresas que não estamos investigando desenvolveram também um esquema de subornos similar? Ou por acaso as brasileiras foram as únicas?
O caso Lava Jato explodiu em 2014, mas anos antes varias investigações jornalísticas no Brasil já advertiam sobre as irregularidades nas operações da Odebrecht e sua influencia com o pagamento de viagens a políticos e ex-presidentes. Os controles do estado não advertiram neste momento sobre o complexo esquema de corrupção que havia se instalado.
Faz uns anos, Tony Judt, descreveu com absoluta clareza em “Algo va mal” (2011) o imaginário em torno a ambos os poderes. “Grande parte do que hoje nos parece ‘natural’ data da década de 1980: a obsessão pela criação da riqueza, o culto a privatização e o setor privado, as crescentes diferenças entre pobres e ricos. E, sobretudo, a retórica que os acompanha: uma admiração acrítica pelos mercados não regulados, o desprezo pelo setor público, a ilusão do crescimento infinito”. O caso Lava Jato nos demonstra que nestes tempos é impossível analisar o poder político sem entender o papel do poder corporativo.
Um estudo da firma de advogados Hogan Lovells publicado este ano conclui que em muitos casos as empresas estão mais concentradas em crescer que em implementar medidas para evitar o pagamento de subornos e a lavagem de dinheiro. 45% dos empresários do setor de transportes e 30% dos empresários do setor de energia e mineração, que foram entrevistados para esse estudo, responderam que estes assuntos não eram prioritários para seus CEO´s.
A influência do setor privado no Estado não se dá somente através do pagamento de suborno ou oferecimento de outro tipo de prebenda. São cada vez mais frequentes as portas giratórias. Ex-ministros ou funcionários de alto nível que logo são nomeados representantes do grêmio de empresários que antes tinham a função de fiscalizar.
Investigar o poder corporativo não é somente um assunto de delitos econômicos abrange também um dos maiores problemas da região: um esquema de desigualdade de poderes e acesso a recursos.
A América Latina hoje é a região mais desigual do planeta: aqui convivem os homens mais ricos do mundo e as populações mais pobres. Na Colômbia, o setor da população com menor renda teria que trabalhar mais de 400 anos para alcançar a renda média de um multimilionário neste país. No Brasil, um multimilionário obtém em só 12 minutos o que obtém em média um grupo da população mais pobre. 10 % da população mais rica na América Latina concentra 71% da riqueza.
Investigar a corrupção corporativa, os conflitos de interesses e as portas giratórias é mais complexo que auscultar o Estado porque a informação do setor privado é fechada e responde com frequência a complexas estruturas financeiras protegidas por tantas camadas como as de uma cebola. Fiscalizá-la requer da parte do jornalismo inovadoras estratégias de investigação transfronteiriças. Existem esforços que já estão em andamento na região, mas é preciso fazer mais.